10 de septiembre de 2016



Más o menos 10 años.
Los conocí prácticamente al mismo tiempo.
No se sus nombres. Convengamos Juan y Pedro.
Estaba sentada en un banco de plaza de cara al semáforo que une calle Oroño con Pellegrini.
Juan cruzó mi campo de visión a paso apurado, con su mochila llena en los hombros y vestimenta deportiva, impecable. Mientras lo seguía con la mirada me encontré con Pedro, a través de las oscuras ventanillas de un BMW, polarizadas y en alto.
Me llamó la atención por que gesticulaba con la mano que le quedaba libre mientras sostenía una caja llena de turrones. Y también, por que estaba a mitad de la calle, caminando entre los autos como quien esquiva personas en la peatonal un sábado a la tarde.
Me llamó la atención por que ya me la había llamado Juan.
Por que juntos eran un cuadro fuerte de observar si se le dedica la atención que merece.
Me fue imposible evitar que mis pensamientos vuelen imaginando sus vidas.
Pensaba en el lindo departamento (o casa quizás) al que llegaría Juan a merendar, donde alguien le preguntaría que tal iba su día y le revisaría las tareas. Sentía que prejuzgaba al asignarle tan inmediatamente una vida feliz y llena de cosas pero era solo una cuestión imaginaria. Se estaba comportando como un niño promedio. Y yo solo estaba usando en mi mente la imagen de niño promedio, la comparación. Con Pedro todo era distinto. Intentaba calcular cuantos turrones más tenía que vender hasta volver a su casa. Me preguntaba donde quedaba esa casa. Quienes lo esperaban allá. Como vivía (o sobrevivía).
La verdad es que los siguientes transeúntes tuvieron una actitud más compasiva que ese BMW y si bien no todos accedían a darle alguna moneda o comprarle un que otro turrón por lo menos le contestaban cara a cara y con gestos de lamento.
No se que tanto le sumaban estos gestos a ese Pedro impaciente que saltaba del cordón cada vez que la luz roja se lo permitía pero debo reconocer que mi corazón dolía un poquito menos con cada uno de estos.

Este encuentro es uno más de los tantos que me convencen de que todo es una mierda en cuanto que tenemos un país enormemente rico pero poco equitativo, que las oportunidades y los futuros (de esos que valen la pena un poco) se reparten entre algunos y los demás la reman con lo que les toca, como pueden, siendo lo que son y luchando hasta con eso mismo.
Encuentros que hacen que intente no juzgar.
Encuentros que me hacen entender un poquitos más y a su vez muchísimo menos.