Hoy entre charla y charla con mi viejo recordaba ciertos espacios mágicos, de esos en los que jugaba concentradísima y al punto de que su recuerdo me genera esa sensación que te transporta a otro mundo, a tu mundo. Lugares que parecían grandes, misteriosos, llenos de un nosequé especial...
La plaza a la que ibamos con la bici, tenía una camino entre arboles que era pura aventura. O el balcón de la pieza de mis viejos que me llevaba a un escondite secreto dentro de mi propia casa.
Mis peluches, mi calculadora, un pincel y un tarrito de agua para pintar con la tierra de las masetas en las paredes del balcón grande, mi caja/computadora, esa agenda con la que me hacía la maestra, mi bebote, de vez en cuando alguna muñeca... pequeños portales a dimensiones paralelas, a mundos imaginarios, a historias en ese momento tan reales como las reales, a horas de juego.
Y que lindo sería tener la capacidad de jugar sin juzgarnos, de liberar nuestra imaginación con esos viejos peluches que quedaron de adorno en la pieza o en esa plaza que solía ser toda una selva...
Creo que una parte de mi a amor a los libros empieza en el final de mi capacidad de volver a esos viejos juegos, en la necesidad de escapar un rato.
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